Petacas, disparos y Marqueses

26.09.2014 23:04
Podría haber sido un domingo más en el monte, recorriendo pequeños caminos entre matojos buscando una presa; habría vuelto a casa  con una liebre o una perdiz para hacer un buen guiso, pero todo pensamiento estaba muy lejos de un suceso que iba a cambiar su  existencia.
 
Se levantó muy temprano. Sigilosamente, como cada mañana, dejó el calor de su cama despidiéndose de su esposa, felizmente dormida, con un beso en la frente. Se preparó los víveres, y sin olvidarse de su petaca, dispuso todo lo necesario para pasar un día recorriendo el monte en busca de algún animal desprevenido.
 
Después de una semana siguiendo las rutinas de su horario de trabajo, ir de caza era una actividad que le permitía evadirse de todo. Estaba en contacto con la naturaleza, respirando aire puro; hacía ejercicio, intercambiaba experiencias con otros cazadores. Con dar un buen paseo se conformaba, pero si además abatía alguna presa, continuaba manteniendo viva esa ilusión que heredó de su padre, cuando desde pequeño, se lo llevaba de caza en más de una ocasión.
 
Tras cargar la escopeta en el coche, se encaminó hacia un bar en el que entonar un poco el cuerpo. Allí se encontraría con muchos otros como él, que como de costumbre, aparecían cada fin de semana para de allí, partir a lugares diferentes. Tomaban alguna bebida espirituosa, un café, una infusión... debatían sobre un partido de fútbol o simplemente quedaban con otros compañeros de aventuras y después partían juntos.
 
El sol se desperezaba y se iba levantando entre las montañas del fondo. Él había llegado ya al punto de partida. Iría hacia el norte. Se puso los atuendos de caza, echó un trago de su petaca y se dispuso a caminar un buen rato. Sólo se oían sus pasos entre la maleza o alguna piedra rodando. Se detuvo unos instantes para contemplar el silencio, la paz y de paso, tomarse otro trago. Hacía fresco y aquel líquido le daba un calor agradable. Empezaba en la boca y poco a poco descendía ardiendo por la garganta hasta ahogarse en el estómago. Siguió caminando.
 
Unas aves alzaron el vuelo; disparó. Los cartuchos vacíos aún desprendían humo en el suelo. La presa había caído muy abajo. La situó según unos puntos de referencia para recogerla a la vuelta y fue ascendiendo un poco más. Al llegar a aquel pino, haría un descanso. Cuando llegó al punto marcado, se sentó sobre una piedra y tras dejar la escopeta al lado, fue tomando aire con calma mientras bebía un trago y contemplaba el paisaje. Era buen sitio para el almuerzo.
 
Recobrado el aliento, se encaramó la escopeta al hombro y fue continuando su camino. Dos horas después, el sol estaba ya en el punto más alto. El cazador decidió descender para recoger la presa abatida y dirigirse hacia otro punto. De paso, iría al coche para comer y llenar la petaca. 
 
Por la tarde visitaría la cara sur. Esta vez llevaba una presa en el colgador. Había oído algún disparo, pero le extraño no haberse cruzado con nadie por el monte. Se detuvo unos momentos en medio de un hayedo. Él sabía que por allí se encontraban muchos jabalís y esperaba poder encontrarse con alguno. Una vez más, echó un trago de su petaca y mirándola pensó que alguna vez debería dejarlo. Devolviendo la vista hacia el frente, pudo observar el movimiento de una liebre. Tras encañonarla, lanzó dos disparos seguidos que acabaron con la vida del animal, era su día de suerte. Dos presas colgaban en el gancho.
 
 Casi siempre llegaba a casa fatigado y sin una presa con la que hacer ese guiso que tanto le gustaba a su mujer. Era el único guiso que sabía preparar; además, su esposa nunca quería hacerse cargo de tratar con una víctima que no hubiese pasado por la sala de despiece de un matadero y estuviese despellejada, limpia y convenientemente troceada; así que esa tarea era suya.
 
Se encaminó hacia el coche. Estaba cerca cuando oyó quebrarse unas ramas. Dirigió la vista hacia el lugar del que procedía el sonido y vio algo marrón. “Un jabalí”, pensó. Dos disparos volvieron a hacer eco en el hayedo. Acto seguido, se pudo oír el sonido de algunas ramas y piedras que producía el rodar de la bestia abatida. Se encaminó hacia el lugar y sólo  vio un rastro de sangre que le guiaba hacia un barranco. Costaría un poco subirlo, pero bueno... Sin pensarlo más, fue hacia abajo y  según iba descendiendo, empezaba ya a distinguir algo parduzco. Cuando se encontraba a cinco pasos de la presa, la expresión del rostro le cambió por completo.
 
Un sudor frío empezó a recorrer su cuerpo bruscamente. El pulso se le había acelerado y las piernas también le temblaban un poco. Despacio, aunque muy nervioso, dejó la escopeta en el suelo e intentó sentarse como pudo. No podía creerlo. ¿Qué había hecho?.
 
¿Qué hacer?. ¿Qué iba a pasar ahora?. Se levantó tembloroso y se echó atrás. Fue subiendo. Quería llegar al coche e irse lejos, pero de pronto se detuvo. No podía abandonarlo allí. Tal vez aún estuviese vivo. Los remordimientos empezaron a rondarle por la cabeza y acabó regresando.
 
Allí estaba entre unos matojos. Tenía la cara destrozada, debía tener alrededor de los sesenta años. Pelo blanco; arrugas en el cuello, en las manos; ropa marrón y verde, pero sobre todo, mucha sangre.
 
No era momento para justificaciones o lamentos. Había sucedido y debía buscar soluciones. Con frialdad, empezó a pensar: “Podría enterrarlo aquí mismo y nadie se daría cuenta. ¿Y si lo dejo?”. Pero esa posibilidad la descartó enseguida. “ ¡No!. No tardarán en darlo por desaparecido. Alguien sabrá que él estuvo por aquí. La policía podría ir preguntando a otros cazadores en el bar y tarde o temprano descubriría que yo también he estado aquí hoy”.
 
Estaba anocheciendo y no había tiempo para mucho. Empezó a tirar del cuerpo. No estaba resultando tarea fácil. Tardó algo más de media hora en llevarlo hasta el coche, no sin antes haberse cerciorado de que no había nadie por allí. 
 
Tan pronto como pudo, intentando serenarse, arrancó. Poco a poco, la escena en la que se había desarrollado el crimen, iba quedando atrás. Había anochecido e iba constantemente mirando por el retrovisor, como si esperase que alguien le siguiera. 
 
El coche se detuvo y alguien miró por una ventana apartando un poco la cortina. Al instante, se abrió la puerta de la casa. Su mujer había salido a recibirle
 
“El niño ya ha cenado y está durmiendo”. “Mientras te cambias de ropa yo calentaré la cena”. Los dos cenaron frente al televisor sin que se mencionase el incidente del monte. Era ya un día más y no hubo ninguna conversación de relevancia, pero dentro de aquella cabeza circulaban muchos pensamientos. “¿Qué hago?. ¿Le cuento lo que ha pasado?.''
 
La sintonía del Telediario, dio pase al avance informativo: ''Desaparecido en la sierra de Los Ancares el Marqués de Valdés, en extrañas circunstancias'', mostrando una foto del hombre que en esos momentos yacía en el maletero del Range Rover blanco.
 
Tragó saliba y sonrió. ''Vámonos a la cama cariño, hoy ha sido un gran día de caza; un día de caza mayor''.
 
Herr Ferreiro